Don Carlos Arturo Morales lleva 36 años representando la cara amable de Terminales Medellín. Es un hombre de sonrisa tímida y pocas palabras, pero escudriñar en su vida es descubrir a un ser fascinante, que ha construido su hogar a base de amor y fuerza.
Don Carlos Arturo Morales lleva 36 años representando la cara amable de Terminales Medellín. Es un hombre de sonrisa tímida y pocas palabras, pero escudriñar en su vida es descubrir a un ser fascinante, que ha construido su hogar a base de amor y fuerza.
Cuando inició su labor como equipajero en el año 88, no existía la Terminal del Sur y todos los destinos convergían en la Terminal del Norte. En aquella época el acopio de los taxis no contaba con un techo y recibir a los pasajeros en medio de torrentes aguaceros significaba un reto para quienes hacían su labor, porque siempre están dispuestos a servir, sin importar las circunstancias.
Don Carlos ha sido testigo de la transformación de la Terminal del Norte y de su evolución hasta convertirse en la principal terminal de transporte terrestre de la región.
De su infancia tiene muy presente cuando, siendo un niño de cinco años, correteaba con sana alegría entre cultivos en el Alto de Las Palmas, al lado de sus padres. Pero muy temprano, antes de cumplir los seis, toda la familia emigró al barrio Villa del Socorro, donde con el pasar de los años conformó su propia familia, de la cual habla con orgullo.
“Nosotros vivimos en una finca por allá por los lados de Las Palmas. Mi papá era el que administraba la finca y yo era un niño, estudiaba, pero en ese tiempo ya mi papá se aburrió allá y consiguió casa en Medellín y nos vinimos a vivir acá”, expresa con nostalgia.
El afecto por su barrio
En la comisura de sus labios refleja la emoción que le produce pronunciar el nombre del barrio en el que ha crecido y madurado por más de 50 años. Con orgullo recuerda que, a pocas cuadras de su casa, vivió el “Pelusa Pérez”, a quien tuvo el privilegio de ver jugar en la cancha de Villa del Socorro, mucho antes de convertirse en jugador del Deportivo Independiente Medellín. Entre sus recuerdos destaca su participación en el equipo de fútbol de los equipajeros, cuando las fuerzas eran dobles y se daba el lujo de combinar su trabajo con el deporte.
Orgulloso por su hijo
Al hablar de su hijo, vuelve a dibujarse una sutil sonrisa en su rostro. Gracias a sus potentes y curtidas manos, a sus hombros firmes, Alexánder está a menos de un año de graduarse como profesional, y don Carlos lo dice con orgullo: “Alexánder es un muchacho juicioso que no fuma ni le gusta la parranda”, y por eso se siente feliz y complacido de ayudarlo en su proyecto de vida.
Expresa estar completamente agradecido con la asociación de equipajeros de Terminales Medellín, por permitirle un empleo con todas las prestaciones sociales, un salario fijo y dineros extras cada día, lo cual le ha permitido esculpir una familia a su imagen y semejanza: un hombre impecable, que escasamente se toma una cerveza, y que prefiere el calor de su hogar en las noches, alrededor de un plato rebosante de comida caliente y el cariño de su esposa. Gracias a su trabajo como equipajero, dice, “ha logrado la dignidad para su familia”.
Consuelo, su compañera de vida
A doña Consuelo no duda en reconocerle su gran aporte como esposa, pues gracias a ella y su dedicación, él puede mantenerse siempre limpio e impecable. Disfruta cada momento de su compañía y en las horas de ocio juntos, ven películas de acción. A ella la conoció cuando trabajaba como empleada del servicio en una casa y él se rebuscaba el pan en todo tipo de labores informales. Eso fue mucho antes de iniciar su trabajo como equipajero, desde entonces han construido juntos un amor implacable, donde ambos aportan lo mejor de sí para mantenerse siempre unidos, como símbolos de la voluntad, la fuerza, el trabajo y el amor.
Su rutina
A sus 60 años, don Carlos sigue con rigor la rutina que lo ha levantado por más de 36 a las 8:30 de la mañana. Comparte tiempo con su esposa hasta la hora del almuerzo, a las 12:30 del mediodía se despide para emprender su viaje hasta el lugar que considera “su segundo hogar”. Camina hasta la Estación Popular del Metro Cable, desde donde se transporta hasta la Terminal del Norte, en un recorrido matutino que dura 20 minutos y que realiza, sin falta, durante 6 días de la semana.
Antes de la una de la tarde, don Carlos hace gala de su uniforme limpio, realiza el calentamiento rutinario para emprender labores, mira el orden de la lista entre sus 25 compañeros y se entera de que hoy, le han asignado el número 1. Será el primero en atender un cliente de este nuevo turno, durante una tarde soleada en el acopio de taxis de la Terminal del Norte.
De su aspecto, sobresalen sus grandes y firmes manos, con la fuerza para levantar todo tipo de objetos, paquetes y maletas. Su trabajo consiste en ser amable, saludar, atender preguntas de transeúntes, y de ser necesario, cargar el equipaje adicional de los viajeros. Don Carlos entiende y ha interiorizado el oficio “como el mejor trabajo que ha encontrado”, aquel que le otorga cierta libertad y la importancia de servir honestamente.
Bajo el techo del acopio recibe su primera misión: transportar el equipaje de un viajero habitual que lo busca siempre para que le ayude a llevar su carga. La amabilidad y diligencia que lo caracterizan, le otorgan el privilegio de sumar clientes que lo buscan sólo a él para trasladar sus equipajes.
“No falta el que de pronto le diga a uno no que no quiere o no necesita, ¡todo el mundo no da viaje!, pero la mayoría dan el viajecito para que uno lo lleve a la flota o donde llegan los taxis; o gente que viene de tránsito, de otras ciudades y siguen para Bogotá, para la costa, Puerto Berrío, El Carmen, Marinilla, realmente de muchas partes llegan y siguen viajando.”
Con un saludo amable y un “¡Buenas tardes don Mauricio!”, sin mediar más palabras, basta sólo una sonrisa y una leve indicación para que don Carlos levante el costal y la colchoneta. Con la carga al hombro, se convierte también en un guía que conduce a sus clientes siempre por el mejor camino. En esta ocasión se dirige con certeza al bus de Guarne que está a punto de salir de su celda en el patio operativo. Recibe su paga, se despide amablemente y regresa a la cola de la lista, donde debe esperar su nuevo turno. Durante la espera conversa con sus compañeros, un grupo alegre y heterogéneo de veteranos y jóvenes equipajeros en el que, según él: “prevalece el respeto”.
La ronda se repite unas 14 veces cada día y cuando no cargan maletas, se convierten en guías que ayudan con amabilidad y sin reparos a cuanto usuario lo requiera. Ayudan a personas con movilidad reducida, conectan a los usuarios con las taquillas y los demás servicios que se prestan dentro de la Terminal del Norte.
Así, transcurren los días para este hombre de mediana estatura, tez trigueña y piel dorada por el sol, de cabello corto y uniforme impecable que va a la velocidad que le marca este lugar, por el que transitan unas 30 mil almas cada día y donde no hay espacio para el aburrimiento. Aquí ha encontrado otra familia con la cual olvida los problemas que, según él, “nunca faltan”.